Historia de un alambique familiar




A veces no hace falta una bodega de renombre o unas instalaciones suntuosas diseñadas por un arquitecto reconocido para alumbrar un vino con personalidad. Lo mismo podríamos decir de cualquiera de los derivados de la uva: mostos apreciables, vinagres exquisitos o incluso orujos sensibles a paladares alcohólicos pueden surgir como de la nada, lejos de las estrellas michelín, bajo el auspicio de las manos expertas del artesano y sin el patrocinio del papel couché. Así se cuenta la historia del orujo estepario del señor Honorio, producido con un alambique casero en un garaje poco glamuroso de la meseta castellana.



El señor Honorio es hippy pero él no lo sabe. Hombre de bajo consumo, reutiliza prácticamente cualquier objeto y puede decirse que en sus manos los enseres tienen una segunda vida y no hay apero, chapa o tornillo que no haya sido en su juventud, soporte de televisión y en su herrumbe, apósito de un tablero o enganche final de un listón que servirá para soportar embutidos y pitanzas porcinas.


En el huerto ha conseguido levantar un invernadero que permite que las lechugas y verduras de hoja verde no salgan corriendo con la llegada del crudo invierno abulense. Cuando llega el buen tiempo, a mediados de primavera, siembra un poco de todo para que a finales de Agosto se produzca la gran explosión del tomate, el rey de la huerta. Entre medias, el ciclo hippioso no termina y los restos de la huerta acaban en los buches de las gallinas, grandes recicladoras también.



Al señor Honorio le arrendaron un majuelo chico que cavó con sus manos y con el que ha conseguido transitar por los caminos de la uva y producir un aceptable tinto sin sulfitos y fabricar un más que considerable “pinot” blanco para el vermú y extraer un vinagre que no se lleva nada mal con sus lechugas.






Hace algunos años, por Noviembre, aterrizó en su huerto un alambique recién llegado de Galicia. Venía de bronce brillante, como un torero en su alternativa, pero pronto empezó a echar humo como una locomotora loca y a embravecerse bajo el fuego implacable de una bombona de butano. Y ahí empezó la gran quema. La quema del hollejo.




La alquimia del orujo empieza en Septiembre, con la vendimia. La recogida y prensado de la uva nos regala vinos y mostos. Unos meses después, cuando parece que no hay más tarea que beber, el señor Honorio aprovecha el hollejo que se acumula en los recipientes del vino. 







En la película de Tommy Lee Jones, “los tres entierros de Melquíades Estrada”, el muerto es desenterrado un par de veces hasta que finalmente alcanza el reposo. Parece que con la piel de la uva ocurre algo parecido: nunca termina de descansar hasta que no llega a la tierra y el hollejo reseco cierra el ciclo convertido en abono.




Los posos de las cubas pasan un tiempo al sol en un recipiente cerrado. Uno o dos días después, se abre el alma del alambique y le damos de comer una palada de hollejo reseco al que ayudamos con unos cinco litros del último vino joven. A continuación prende la llama azul del butano como si encendiéramos el soplete de un globo aerostático y el alambique rompe sudar.




Para que se produzca el milagro, el gas que se evapora de la coción tiene que atravesar un serpentín alojado en un recipiente metálico con agua fría. 


Aquí el gas pierde temperatura y empieza a condensarse. El señor Honorio ha mejorado el mecanismo de enfriado abriendo un agujero de entrada y uno de salida por los que pasa el agua de un circuito cerrado. Como el señor Honorio es hippy (aunque él no lo sepa), el agua de refrigeración es reutilizado para regar las plantas que hay al lado.


 


Poco a poco, con la parsimonia de un maestro de ceremonias, una sustancia translúcida y aparentemente inocua se desliza por el serpentín. En silencio se deja caer a un recipiente donde parece que no hay más que agua. El resultado es el orujo, antiséptico de bar.





Los alquimistas medievales no hubieran podido medir la pureza del orujo pero la experiencia del señor Honorio le permite determinar su calidad por la gradación alcohólica del líquido obtenido y ésta, por su viscosidad. Los primeros litros son muy puros, muy limpios y su grado es mayor. A medida que el orujo se va volviendo un poco más viscoso, pierde grados y se hace más tratable.




Hace doscientos y pico años el padre de la química moderna (el tío Lavoisier, guillotinado por recaudador de impuestos) nos enseñó la importancia de la precisión en las medidas y la necesidad de ser puntilloso con las proporciones. Hoy, sin embargo, el señor Honorio, paracelsiano puro, cocina su orujo sin patrón ni cuenta, en un cobertizo multiusos, semi-clandestino, como si de un Walter White (Breaking Bad) rural se tratara.

La isla mínima

Vuelta al sur, al sur marismeño, al missisipi español. Entre cañavarelales, la tragedia convive con la dureza del medio, con el día a día al que hay que hacer frente. La vida transcurre lenta y desabrida en algún lugar desconocido del delta del Gualdalquivir, en plena transición política. La realidad es fangosa, indefinida y apenas regala algún momento de relajación más allá de la visita anual de los feriantes. Con estos datos los amantes de las series pueden pensar en los capítulos de "True Detective" y en la colección de vírgenes secuestradas en la américa profunda alrededor de un macabro ritual.

La isla mínima podría haber sido el equivalente casposo de esta historia y Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo haberse convertido en las réplicas demacradas de McConagheu (como quiera que se escriba) y Harrelson (Woody, el de Cheers). Pero la mano maestra de Alberto Rodríguez (Grupo 7) nos regala un fresco lleno de vida, un mecanismo cinematográfico tan bien engrasado que todos los componentes bailan al ritmo de un guión incontestable, sin fisuras y Rodríguez consigue encauzar a los actores para que brillen sin necesidad de diálogos profundos y sesudas réplicas. La densidad la da el ambiente, la humedad, la susceptibilidad latente de los paisanos y, sobre todo, el protagonista principal: los canales naturales de las marismas que se expanden impenetrables y cambiantes, como los colores puros del sur.




Crónicas Dubaitíes y III

El fin de Dubai está cerca o como dirían los expatriados de allí: "Dubai is over". No es que vayan a dejar de construir rascacielos en Dubai, que eso parece que no va a pasar. Llevan unos cuantos lustros tirando de hormigón que da gusto y por lo que se ve tienen intención de seguir intentando alcanzar el cielo en cada esquina. Pero hay señales que no podemos obviar.

Dubai se acaba para mí porque terminan las razones por las que uno salta 7000 kilómetros en tres tiradas. El proyecto afronta sus últimos días y nada justifica alargar la estancia pero la cuidad de hormigón y arena robada continúa huyendo del desierto e intentando ganar espacio al mar, en un ciclo que parece inacabable  y que hace que, sin quererlo, el desierto también se estire porque cada grano de arena extraído de las costas dubaitíes es alimento de las dunas.

El fin de Dubai está escrito, es el fin de la era de los carburantes fósiles. En apenas unos años, muy pocos, se alcanzará el pico del petróleo. Es muy probable que estemos en él y no nos hayamos dado cuenta. El "Peak Oil" representa el momento en que para los extractores (que no productores) es mayor el coste de arrancar el líquido bituminoso de la tierra, tratarlo y distribuirlo que los precios que se paguen por él. Cuando esto ocurra se producirá un desequilibrio entre la oferta y la demanda que disparará los precios y reducirá el acceso mundial a esta fuente de energía, para la que todavía hoy no tenemos un recambio con las mismas prestaciones. ¿Cómo afecta eso a Dubai? Aparentemente poco porque como ellos tienen la llave de paso, pueden decidir mantener sus ingresos restringiendo el suministro a medida que el coste de extracción aumenta. Pero llegará un momento en que la curva abandone el suave descenso y se precipite a una caída brutal en la que los precios sean tan altos que sólo una élite de consumidores se los pueda permitir. ¿Quién alimentará la economía de materias primas de la que viven los emires? ¿Quién viajará a Dubai en billetes de avión tres veces más caros? ¿Existirán aviones solares? y, si es así, ¿Quiénes podrán permitirse un viaje en medios de transporte de tan alta tecnología? El turismo de Dubai, su posición geográfica como centro de paso y, en general, el interés que despierta esta ciudad como si fuera una especie de nuevo paraíso para emprendedores, se irán al traste.

Dubai se nos va. Agoniza la romántica idea del Nueva York de medio oriente que quiere ser a la vez centro de negocios, punto de escala hacia Asia y destino turístico para bolsillos sin fin. Uno no termina de sentirse agusto en esta ciudad interina que ha sustituido el tráfico de caravanas y el comercio de perlas por la ingeniería financiera. Parece como si el frío acondicionado de los edificios hubiera resecado el ambiente y las personas se hubieran arrugado como dátiles acabando con cualquier tipo de interacción humana que no sea corretear como electrones perdidos en un centro comercial. Aquí te achicharras de día pero Dubai es una ciudad fría en la que no queda rastro de la milenaria hospitalidad oriental y de la que sólo puede esperarse un final apocalíptico, cinéfilo y fácilmente imaginable de enormes edificios abandonados y cubiertos de arena cuyas tres primeras plantas estarán anegadas por el agua del mar.

Porque el día que el calentamiento global se convierta en achicharramiento colectivo, esta parte del mundo no podrá acondicionar con su petróleo la temperatura interior de los edificios ni el habitáculo de los coches. Los cuarenta y tantos grados de las calles de Dubai en verano se aproximarán peligrosamente a los cincuenta y, en ese punto, no hay aparatos de aire acondicionado que funcionen ni ventiladores de coche que disipen el calor. La visión apocalíptica se completa -y de qué manera- con el espectáculo gigantesco pero igualmente posible de las olas del mar recuperando su espacio vital y demandando la arena que les fue robada. Un pequeño aumento de la temperatura del planeta va a provocar el incremento del nivel de mar lo suficiente como para que las palmeras (zonas residenciales ubicadas en islas artificiales junto a la costa) sucumban bajo las olas como una nueva atlántida. La tecnología holandesa de diques no podrá contener la avalancha marina.

En fin, Serafín. Aquí termina Dubai. Dubai se nos va ... y yo que lo vea. Salam.

Crónicas Dubaitíes II

Los turistas de tercera que viajamos con una cámara portátil somos como un cazarrecompensas del viejo oeste americano que llega a la ciudad persiguiendo a un convicto. No necesitamos ninguna excusa para desenfundar el arma y empezar a disparar en todas las direcciones. En cuanto aterrizamos en algún lugar señalado, empezamos a hacer click y a tomar la fotografía de nuestras vidas. Esperamos ansiosos que las primeras impresiones que tanto nos conmueven se conviertan en recuerdos valiosos que luego podamos enseñar.

Pero resulta que como dijo alguna vez un buen fotógrafo, las mejores fotos, las que captan la esencia, tardan en llegar e igual que la cocina elaborada, se manifiestan con el tiempo, después de haber pateado la nueva ciudad, después de que uno se integra en sus ritmos, de que vive sus calles, come sus comidas y se abandona al vaivén propio del lugar visitado.

El segundo trayecto a Dubai ha servido para retocar la vivísima y fotografía que trajimos en la primera visita. Una foto colorida pero superficial, carente de la profundidad necesaria para entender la naturaleza del emirato. O quizá no. A lo mejor la imagen plana de ciudad de negocios abandonada al lujo y pendiente del siguiente rascacielos muestra lo que de verdad es Dubai: un centro de vacaciones, un simple punto de paso, un Samarkanda moderno como el que usaban las antiguas caravanas de la ruta de la seda para llegar a Asia.

Como echar gasolina en Dubai es más barato que beber agua (30cts de Euro el litro), he aprovechado para hacer algo de turismo en coche. Diez días después de perderme por las carreteras y autopistas en mi Chevrolet de alquiler (un trasto aparatoso e inestable que tiembla más que una tetera puesta al fuego) he comprobado que Dubai es una ciudad costera pero que vive de espaldas al mar.

Sin embargo, tras una larga búsqueda, por fin lo he visto. El mar. El mar en Dubai llega, llega, como cuando en cualquier pueblo perdido los dos jubilados (los jubilados suelen ir en parejas, algo de lo que no se ha hablado todavía y que tendremos que analizar en otro momento) que se sientan en la estación de autobuses tranquilizan al turista con frases como: "tranquilo hombre, debe estar al caer". El mar en Dubai no está al caer, está detrás de los rascacielos. Ahí lo tienes. Claro, te tienes que meter primero en un centro comercial (cómo no), atravesarlo y salir a lo que ellos llaman el "Dubai marina" y te encuentras un embarcadero de lujo, una especie de lago artificial que comunica con el mar de verdad, ese que tiene olas.

El mar nos gusta a todos mucho y a los dubaitíes también. Debe ser por eso que lo protegen tanto que llegar a él es casi imposible si no te alojas en una de las palmeras o si no alquilas un apartamento en alguna de las urbanizaciones al uso. Aquí, por lo que he visto, no se va a la playa, al menos en verano. El día te regala unos reglamentarios cuarenta grados más una humedad del noventa por ciento y si sales a la calle en chanclas y con la toalla al hombro más tarde de las diez de la mañana, te puedes cocer. Literalmente. La sensación de que te evaporas es real y por eso no verás dubaitíes con la sombrilla en ristre luchando metro a metro por la primera línea de playa, al menos en hora punta. Tampoco hay jubilados dubaitíes que se levanten antes que los hijos para reservar sitio cerca de la orilla. Aquí da la impresión de que no hay gente mayor (al menos yo he visto poca), como si estorbara, como si para estar en Dubai tuvieras que ser como mínimo joven, lleno de ganas de ganar dinero y de trabajar sin descanso. Lo peor del ansia viva europea y del bochorno de la burbuja de hormigón.

Como los petrodólares lo inundan todo, las infraestructuras son espectaculares. El emirato lo recorre una mega autopista de 6 carriles por banda más los accesos laterales, jalonada por sucesivas estaciones de metro de arquitectura futurista que parecen enormes cucarachas autómatas. Como lo han tenido que hacer todo nuevo, no parece que haya habido problemas con las expropiaciones y les ha salido una carretera rectita y limpita que parece diseñada para que puedas mirar a los rascacielos mientras conduces. El metro tiene dos líneas y circula en superficie sobre una plataforma elevada paralela a la autopista. Todo como la ciudad de Lego.

La playa de Dubai es una playa chill-out. El trozo que yo he visto parece más un parque acuático con arena que una porción de litoral. Como está emparedada por una lado por los rascacielos y en frente puedes ver las luces de los hoteles de la palmera (recordemos, una isla artificial ganada al mar con la arena extraída del desierto), tienes una sensación artificial como si la arena no se fuera a quedar pegada en los tobillos o como si fuera imposible que en esa playa pudieran hacerse castillos de arena. Chiringuitos de chocos y paella no hay porque siguiendo la línea de la costa, a pies de los rascacielos, hay una ristra de restaurantes que esperan ansiosos la llegada de los bañistas.

En esta visita he pasado por los sitios más típicos: el edificio más alto del mundo (el Burj Khalifa) y el edificio que más sale en las presentaciones de Power Point (El Burj Alarab, sí, el que tiene forma de vela y siempre aparece con dos paisanos jugando al tenis en un saliente ovalado que está en la azotea). En los dos he hecho sendos "selfies" pero mejor dejamos ese asunto. Hacerse un selfie con el Burj Khalifa es complicado porque es toda una hazaña conseguir que el edificio quepa en la foto y porque para hacer bien el encuadre necesitas un móvil que tenga cámara delantera, o una cámara con trípode, o ganas de decirle a otro turista empanao como tú que te tire la foto. Y no se ha terciado ninguna de las tres opciones.

El Burj Khalifa además de su impresionante altura (el doble que el empire state) llama la atención porque es muy proporcionado y porque está pensado en forma de escalones que a medida que ascienden parece que más que subir, se alejan, como si de verdad fuera una escalera exterior. En el pie del edificio han construido un juego de fuentes que se encienden cada media hora en periodo nocturno y en el que se ejecuta un espectáculo de luz y sonido donde las fuentes insuflan agua al ritmo de la canción (la canción cambia). El espectáculo resulta un poco decadente y muy apropiado para los jubilados pero como aquí no hay, las hordas de turistas se solazan viendo subir y bajar chorros de agua al son del "Volare" de Domenico Modugno (gracias Flor de Pasión).

Qué decir de las gentes y de sus sonrisas. Inexistentes. Las sonrisas, digo. Aquí te sonríen de verdad algunos indios, los que trabajan lo justo y no son explotados en las tareas de la construcción. Los otros, los que se levantan a las cuatro de la mañana para viajar durante dos horas hasta su punto de trabajo no pueden ni arquear las cejas. Hay que verlos esperando las furgonetas blancas al final del día o echar un ojo rápido mientras viajan ya sentados en el autobús. Entiendes sus miradas de tristeza después de un arrebatador día de curro de sol a sol por cuatro perras. Por lo que me han contado, uno de estos trabajadores no cualificados puede llegar a ganar como mucho unos 600 dólares. Se supone que han llegado al país con el sueño del emigrante, trabajar y ahorrar para poder volver a casa, pero apenas les llega para sobrevivir en este "paraíso".

También tienes las sonrisas Indonesias, que son más interesadas. Ya hemos contado que detrás de un mostrador siempre hay una chica indonesia. La elección es acertada porque suelen ser extremadamente educadas y agradables. Sonríen con soltura y les gusta el trato con el cliente. Pero siempre te queda la sensación de que si no fueras a comprar nada, en lugar de una sonrisa te responderían con una mirada fu-man-chu. En el capítulo de sonrisas hay que anotar un contraste curioso entre Indios e Indonesios. Los chicos indonesios, por comparación con las mujeres de esta parte de asia, van siempre apretados, constreñidos. Su posición en la escala de trabajo basura es ligeramente superior a la de los trabajadores Indios ya que no he llegado a ver indonesios en la construcción y sí hemos podido ver que algunos se dedican a labores de guardia de seguridad o de mantenimiento en el aeropuerto. Aún así, están casi siempre con el rictus torcido como si les molestara que sus mujeres estuvieran continuamente riendo. Con las mujeres Indias ocurre lo contrario. Son ellas las que da la impresión de vivir en permanente estado de demanda, como si tuvieran que reivindicarse en cada esquina. Como suelen llevar el shari que les llega por los pies, parecen princesas arrebatadas a quienes les han robado el bolso.

Y estas son las segundas impresiones de Dubai y sus gentes. De los árabes apenas puedo seguir diciendo que van siempre muy apañados y con sus chilabas de tela blanca en las que se distingue la raya de la plancha. No he tenido contacto con ellos y no parece que lo vaya a tener. Es como viajar al planeta X y terminar tomando copas con un señor de Albacete. Salam.

Crónicas Dubaitíes I

Uno se marcha a Dubai medio atacado por la distancia, por la pereza del viaje y por las millas de oriente que siempre parecen más largas que las de poniente. Pero resulta que no es para tanto. Cuatro días en el emirato acaban con el encanto oriental y las mil y una noches se convierten en los mil y un grados de la calle y en el frío extremo de los edificios, permanentemente acondicionados para que estés ... HELAO !!!

Dubai es un gran centro comercial, un punto de negocios construido como muñecas rusas que aloja a su vez otros mega centros comerciales (Malls, como ellos lo llaman) donde todo discurre plácidamente y donde el dinero simplifica la vida. Sus rascacielos no dejan de ser llamativos anuncios que parecen decirte: "Ven aquí, comercia, haz negocios, todo es fácil". Y lo es.

Un viajero despistado aterriza dormido tras siete horas de viaje y -horror- esto es Nueva York otra vez, pero en ocre. Hay tanta luz que el paisaje parece requemado, como las estepas castellanas en un pleno mes de agosto durante la siega. Abandonas el gélido abrazo del aire acondicionado y ¿qué encuentras?. Construcciones. Edificios. Hormigón a raudales y un despliegue inabarcable de instalaciones modernas que avasallan.

Si por casualidad se te ocurre poner un pie en la calle encontrarás lo más parecido al mundo árabe que vas a ver: un enorme Hamman calentorro y húmedo donde se derriten las ideas. Quizá por eso ver un árabe en Dubai es más difícil que ver un gitano con gafas. Si quieres encontrarlos, ve a los centros comerciales. Con cazadora, eso sí. La rebequita siempre a mano.

La imagen de Dubai es necesariamente la de un indio sentado. Un indio de la India, claro. Un indio morenote, achicharrado por el sol en el que ya no se distingue el pringue natural y el moreno albañil. Aquí los que parecen trabajar son los indios. Cualquier curro que suponga sudar lleva aparejado un indio que lo hace. Eso sí, da igual que sea en el sector del ladrillo o en el aparataje industrial. Ponga un indio en su vida. Cuando termina la jornada, las furgonetas blancas renegrías por el uso pasan a recogerlos. Los pobrecillos tienen cara de querer irse a casa, que ya les toca, pero da la impresión de que su furgoneta nunca llega y mientras tanto pasan las horas muertas en los bajos de los edificios, como haciendo botellón, pero en realidad esperando infinitamente. La imagen de Dubai es la de un indio que espera, pero no desespera.

La mezcolanza no acaba aquí. Árabes currando, pocos. Pero del resto del mundo, lo que quieras. Se lleva mucho también lo indonesio. Las indonesias más bien. En trabajos más delicados o en tareas de atención al cliente te encuentras muchachas bajitas y espigadas -muy monas ellas- que te atienden con una sonrisa.

Porque aquí sonreir, lo que es sonreir, pues no sonríe ni Alá. Están todo el día apretaos, sobre todo los que van por la calle con sus mujeres de riguroso luto, enveladas ellas, con la rendija de los ojos abierta y poco más. Hemos visto pocas mujeres tapadas hasta arriba y, desde luego, ningún burka, pero no es raro verlas con velo y sólo con la línea de los ojos descubierta. Para poder encontrar a una mujer así primero tienes que encontrar un árabe -con o sin chilaba- así es que ... VE A UN CENTRO COMERCIAL. El resto de las mujeres pueden llevar o no velo y pueden ir de luto o vestidas a la occidental pero, eso sí, antes muertas que sencillas. Sin maquillar no salen. Se supone que no puedes mirar a los ojos directamente pero claro, te encuentras de frente con un faldón negro que avanza y que sólo tiene una rejilla y tiendes a fijarte en eso, a mirar a los ojos. Error, no se puede establecer contacto visual. Por eso en las fotos de los emires que están repartidas por cualquier edificio los mandatarios aparecen de perfil.

La comida árabe también brilla por su ausencia. El mercantilismo que todo lo puede no pone ningún problema en encontrar una buena hamburguesa de las marcas ya conocidas. Para los nostálgicos, aquí sobrevive "Wendys". También proliferan los kebabs, los restaurantes indios, los chinos, los de noddles, los starbucks. Pero si quieres un buen tajin de cordero las vas a pasar canutas. Y un cus-cus, ni te digo.

Conducir es fácil. Los carteles de la carretera están en árabe y en inglés y tienen dos cualidades impagables: están situados antes de las salidas con lo que te da tiempo a tomarlas sin agobios y te llevan a donde dicen (cosa que no es tan común). Así es que al final, en coche llegas a todos los sitios. Por si acaso, tienen una arteria principal de 6 carriles por sentido que cruza los principales núcleos de Dubai (Downtowns) de norte a sur por lo que si te pierdes sólo tienes que encontrar esta carretera.

Así es que asín es Dubai, ciudad de vacaciones, donde todo lo artificial campa a sus anchas, donde no hay problemas de espacio, donde reina el calor cansino del peor levante que imagines, donde Benidorm se queda chica. Donde los indios te miran sentados y los árabes ... te miran de lado.